La chilena Isidora Ramírez quien reside con su marido en España, decidió agarrar su bicicleta y partir sola hacia Francia en un viaje que la haría enfrentar sus miedos.
Texto y Fotos: Isidora Ramírez
Ganas de mundo, ansias de estar conmigo , volver a la naturaleza, nuestro verdadero hogar, para mezclarnos, perdernos, sin brújula, ni credenciales, para improvisar en la única constante absoluta de la realidad; la impermanencia.
Desde siempre fui osada. De niña era calificada como una soñadora, para unos infantil, inmadura para otros. No me considero ni lo uno ni lo otro, sino alguien con férrea creencia de que la vida es un regalo tan precioso que prefiero morir antes de dejarla pasar sin vivirla intensamente. Hay que abrazar lo nuevo, salir del metro cuadrado de seguridad, pues fuera de éste se encuentra la magia. Que nos llamen osados, irresponsables, temerarios, arriesgados, ¡locos incluso! -¡a mucha honra!- si eso quiere decir ir por el mundo osada, irresponsable, arriesgada y alocadamente, haciendo de cada día uno que recordaremos por siempre.
Aprendí conscientemente y tras un largo proceso de evolución el hecho de que todo gran viaje comienza con un solo paso. En mi caso, por un pedaleo.
Así hace casi dos años, siendo una persona “normal”, con responsabilidades como todo el mundo, me armé de coraje para decidir cómo quería vivir mi vida y hacer de mis sueños mi cotidianidad. No quería esperar a que llegaran las dos semanas de vacaciones para reservarme el tiempo de vivir y sobrevivir los restantes días del año
Así, sin dinero, despojada de la “seguridad” que brinda lo material y, sin más bienes que una bicicleta y una armónica, con la ilusión como combustible, mis instintos como protección y Namasté como seguro de vida, me aventuré en mi primera gran odisea, de las muchas que vendrían.
Le pays del’amour, du bon fromage et du vin fue el punto de partida. Quería recorrer el mundo de polo a polo, ya fuese caminando, corriendo, volando o soñando así que opté por atravesar Francia desde el mar Mediterráneo al Océano Pacífico por el “Canal de los dos Mares”. La verdad es que descubrí la existencia de esta ruta unos días antes de emprender el camino. Así, tan solo con mis amuletos protectores y un buen libro de bolsillo comencé el viaje, teniendo como base de operaciones en Perpignan la casa de una amiga francesa, a quien le dicen la “gallina” quien pese a advertirme de los peligros de la osadía que estaba por cometer (salir de la rutina), dio vuelo a mis alas recordándose ella misma que vale la pena quitar el piloto automático con el que a menudo nos deslizamos por la vida y coger el volante de nuestro destino. Hoy ella se encuentra en el Amazonas impartiendo clases en una comunidad indígena.
De España a Francia por la autovía del Mediterráneo
El primer desafío era llegar al sur de Francia desde Denia, maravillosa ciudad costera española donde actualmente resido junto a mi marido, conocida a nivel mundial por su castillo, centro histórico, playas, cuevas submarinas y rutas de montaña. Además enamora hasta hacer perder la compostura a quien prueba alguno de los manjares que se ofrecen en los variopintos restaurantes, bares y garitos que adornan el centro, siendo su producto estrella la gamba roja de Denia, cuya denominación de origen a permitido catalogar a Denia como patrimonio gastronómico de la humanidad y en cuyos alrededores es posible encontrar varios restaurantes coronados con estrellas Michelin.
Si bien mi idea inicial fue pedalear de Denia hasta la frontera francesa por la autovía del Mediterráneo (A-7) este pensamiento fue prontamente descartado por las amenazas de amigos y familiares que bajo pena de desheredamiento me advirtieron de lo peligrosa y hasta fatídica que podría resultar esta ruta para un ciclista. Dicha carretera no cuenta con ningún tipo de ciclo vía o protección alguna para peatones, además de ser una de las vías más transitadas por camiones de toda Europa.
Tras mi gran desilusión mi santo marido ofreció llevarme en auto hasta Perpignan, situada a unos 650 km. de Denia, a la casa de nuestra preciada amiga “la gallina”, donde podría salir a recorrer en bicicleta. Así, durante las 6 horas de viaje aproveché de leer en Internet acerca de rutas interesantes por el sur de Francia. Por medio de la página www.wikiloc.com, de la cual actualmente soy la fan número uno, descubrí inusitadamente la magnificencia de un recorrido a la vera de la más grande obra hidraúlica del siglo XVII; el Canal du Midi, ruta lineal de 517 kms que comunica fluvialmente el mar Mediterráneo con el Océano Atlántico, ambicioso trayecto para una amateur inexperta en el ciclismo (tuve mi primera bicicleta a los 26 años. Hoy tengo 28).
Sin saber con qué me encontraría, me sorprendí inmensamente por la excelsitud del proyecto desarrollado por el genio Pierre-Paul Riquert. Se trata de un canal que cuenta con más de 63 esclusas, es adornado por 126 puentes (todos arquitectónicamente admirables y dignos de ser fotografiados), 7 acueductos y 6 presas. No por menos fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1966.
Se trata de una ruta sin pronunciado desnivel que pasa por encantadores, desconocidos y auténticos pueblos de Los Pirineos centrales en la zona del Languedoc-Rosellón de la France. El trayecto desprende paz y tranquilidad, hombre y naturaleza conviven en sano equilibrio, fuera del frenético ritmo de las grandes metrópolis. Si bien son múltiples y variados (tanto en tamaño, como en cultura) los pueblos y ciudades dispuestos a acoger al curioso visitante al borde del Canal, me atrevo a decir que todos tienen como mínimo común múltiplo el “savoir faire, savoir vivre” francés.
En la medida que pedaleaba podía leer la historia del Canal, escrita en las páginas de sus campos de maravillas (de gigantescas proporciones), sus extensos viñedos, sus plantaciones de amapola y los plataneros que cobijan a los ciclistas que se aventuran a seguir el cauce del río.
La simetría perfecta se reflejaba en el agua, tanto al alba como al atardecer. En su quietud el canal hace de espejo a los árboles perfectamente alineados. Y silencio, mucho silencio. Silencio en el aire, silencio en el alma. Imperturbabilidad y quietud, al punto que sonidos de bajos decibeles cobran tal magnitud que nos hacen vibrar por dentro. Si una abeja zumba, no es fuera de ti, sino que tu cuerpo se remueve con ella.
La primera noche quise dormir bajo las estrellas. Sin más abrigo que una chaqueta que me dejó mi buena amiga la gallina, decidí acampar en medio del Canal. Sobre el pasto me encadené a mi bicicleta y me dispuse a mirar las estrellas. Estando en plena armonía con el universo, de pronto comencé a sentir que la naturaleza, diurnamente adormecida comenzaba paulatinamente a despertar… ¡y qué miedo sentí! Los sonidos provenían de todas partes, de las copas de los árboles, de dentro del agua, estaba rodeada de vida… ¿habría jabalíes en el Languedoc? El trinar de las aves no era normal… ¿habrán pterosaurios? ¿pterodactylus? Mi imaginación escapó de la jaula donde siempre intento retenerla y ¡entré en pánico! No obstante, logré ponerle bozal a las voces de mi fantasía y puse camisa de fuerza a mis miedos. Respirando y repitiéndome el mantra de que todo es unidad, que no hay otro, sino que somos todos uno con la realidad circundante, pasé del temor a un estado de conciencia y unidad profundo y precioso. Tengo esa noche guardada como un tesoro en mi mente, dado a que fui capaz de dar aplicación empírica al adagio que reza que todos tenemos miedo, pero que lo importante y aquello que nos define como personas es cómo nos enfrentamos a él.
Al día siguiente logré disipar mis dudas respecto a la existencia de los dinosaurios alados -que claramente también estaban extintos en estas latitudes- al gozar mirando el vuelo de las aves (gigantescas, pintorescas y del todo variadas) y los temidos “pumbas” resultaron ser tiernos castores, que se convirtieron en mis más fervientes compañeros de viaje.
A la inesperada y grata presencia faunística, se agregó la calidad humana de los habitantes ribereños y de los tripulantes de un selecto número de barcos, yates y hoteles flotantes, prestos a dejarse llevar por la corriente, cual camarón que se duerme, todos ellos de lo mejor equipados con bicicletas, SUPS, cañas de pescar, parrillas y todo tipo de implementos de lo más exótico. Así, desde parejas en plan luna de miel, a familias enteras o jubilados con sus amigos rememorando sus años de amistad inmersos en este extraordinario paisaje, extraídos y abducidos del mundo y sus banalidades.
Pese a tener nociones básicas de francés en aquel entonces, las personas con las que me topé, tanto turistas como locales fueron de lo más amables, ofreciéndome desde comida, agua (y otros elixires), alojamiento y ayuda absolutamente desinteresadamente cuando en dos oportunidades pinché rueda. Se ve que el perfil del sector es un turismo culto, respetuoso que viene en busca de pasar unos días relajadamente en este paraíso del sur del país galo.
De Sète a Burdeos
Las ciudades a las que abre las puertas este trayecto son del todo variopintas. Ofrece surtidas bondades gastronómicas dignas de ser servidas en el Olimpo.
Los pueblos que atraviesa el Canal du Midi son muchos; por nombrar algunos -de este a oeste- destacan Sète, Béziers, Capestang, Le Somail, Argens-Minervois, Homps, Trèbes, Carcassonne hasta Toulouse. Además, tres siglos después de la construcción de connotada obra hidráulica, esta se complementó siendo anexada al tramo de Toulousse a Bordeaux, con el bjeto de dotarla de salida al Atlántico.
Pero para quienes van con poco tiempo, resulta imperdible el puerto Le Somail, la más preciada joya del trayecto, que atesora una valiosa gema cultural: la librería “Le trouve tout de livre”, con más de 50.000 libros en catálogo y situada en una antigua bodega de más de 300 años. Otra curiosidad que ofrece este pequeño pueblito es un barco-tienda, colorido y alegre, anclado bajo un pintoresco puentecillo, donde se pueden comprar todo tipo de productos gourment locales. Pecado mortal no pasar al menos una noche en este puerto.
Otra parada obligatoria consiste en perderse por las laberínticas calles del castillo medieval más grande del mundo; Carcassone, ciudad de mitos y leyendas, de misterio, donde cada adoquín guarda algún secreto o ha sido testigo de un paraje oculto de la historia. Es el sitio perfecto para hacer un merecido stop a mitad del trayecto y reponer fuerzas en alguna de sus amigables terrazas.
Ya sea en barco, en bici, o a pie es una ruta que pese a su magnificencia, no está explotada aún del todo. Se perpetúa como un prodigioso secreto escondido aun por descubrir, lo que la hace más interesante y genuina.
En definitiva, se trata de una ruta súper amable, aconsejable para todos los gustos, sin mayores dificultades técnicas, la cual permite entreverarse en la naturaleza . Apta para familias,parejas o personas solas cuyo fin es la libertad de hacer o viajar a su ritmo, a su estilo.
Han pasado dos años de esa travesía y aún agradezco los paisajes con los que carga mi mochila, las experiencias intensamente vividas, las profundas e íntimas conversaciones con desconocidos, los más de 23.000 kms pedaleados en plan “cicloturismo” o como quieran llamarlo.
Actualmente, recorro desiertos, montañas, ciudades enteras, marjales, villas, caseríos, municipios, no tengo ninguna prisa ni destino concreto, voy gozando del camino a Ítaca. Así las cosas, mi esqueleto se regocija al evocar los 350 kms pedaleados en el desierto más árido del mundo al norte de nuestro país, habiéndome perdido y siendo rescatada y reorientada por cuatro llamas en el desierto de Atacama. Berlín en pleno invierno, donde la dermis no habría perdonado la yuxtaposición del frío gélido a mi piel, sino hubiere sido por los litros y litros de cerveza que actuaron como el mejor calefactor portátil, Santa Pola, Denia, Eltxe, Oliva, Pego, Barcelona, Ibiza, Formentera, Mallorca, la Vall de la Gallinera, la Valld’Alcalá, Cocentaina, Stgo de Chile, Euskal Herria, Cascadas en la décima región, Puerto Varas, etc… rutas, vías, rumbos, sendas, caminos, extravíos y trayectos, pero por sobretodo extravíos, habiendo sido la última odisea el cruce fronterizo de la cordillera de los Andes por el paso que conecta la ciudad de Trevelín en Argentina con Futaleufú, ciudad de ángeles en Chile.
En cuanto a proyectos lungomiristas; “EuroVelò, ambiciosa iniciativa surgida al seno de la Unión Europea, la cual pretende dar conectividad a los 27 Estados miembros que la integran mediante carriles bici y rutas verdes, estando ya proyectados 15 trayectos, pasando algunos por más de 10 países, ofreciendo diversidad de climas e idiosincrasias, desde Cádiz a Atenas, desde Oslo a Galicia, desde Ámsterdam a Moscú.
¿Planes para este 2017? Santiago-Valparaíso, el Parque Patagonia a los pies fríos de nuestro país, la Perugia italiana, Ámsterdam –“la Meca del ciclista”- Casa Blanca en Marruecos y, probable y apeteciblemente, Cuba.
Pero, como decía mi Tata, fundador de la tienda “Bicimundo” en Vitacura (mi amor a la cleta es congénito), “mejor ir paso a paso, sino ya estaría en Júpiter.