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¡A pescar mujeres!

Mi nombre es Valentina y soy la menor, con muchos años de distancia, de tres hermanas. Por generaciones, todos los hombres de mi familia pescan o han pescado alguna vez con mosca. Se preguntarán entonces ¿qué pasó con la tradición entre nosotras?

Texto: Valentina Jarpa

Fotos: Martín Aylwin y Valentina Jarpa

 

Mi padre no tuvo hijos varones. Para seguir la línea, no tuvo otra que enseñarles a sus mujeres la pesca con mosca, para tener con quien compartir su pasión durante las vacaciones. Lamentablemente la paciencia solo le duró hasta la segunda entre nuestras hermanas y yo, en consecuencia, nunca aprendí. Es más, la primera vez que lancé, mi anzuelo quedó clavado al otro lado del río y perdí más tiempo en risas intentando soltarlo, que pescando.

Por esas vueltas de la vida, en ese mismo lugar donde siempre vacacionamos, conocí a mi pareja, Martín Aylwin, instructor de pesca con mosca y certificado por la International Federation of Fly Fishers (IFFF). Él me invitó a participar también de este entretenido deporte y yo, para pasar más tiempo con él y aprender lo que a mí no me quisieron enseñar, asentí con gusto y asistí a sus cursos.

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Al terminar el primer curso quisimos con Martín tomarnos unas pequeñas vacaciones para descansar y salir a pescar para que yo pudiese llevar la teoría a la práctica. Estuvimos un par de semanas decidiendo el lugar. No era fácil ya que él debía tomar precauciones tales como; ¿Se irá a aburrir 8 horas en el río? ¿Aguantará si el clima no nos acompaña? ¿Le gustará el entorno? ¿Y si no le gusta la pesca con mosca?

Acercándose al Río

Como Martín es muy precavido, combinó todas esas cosas y me ofreció el destino San Martín de los Andes, en Argentina. Este lugar, aparte de ser una de las mecas de la pesca con mosca, es un destino turístico que gusta por sus hermosas vistas, lagos, ríos y fauna. Permite dormir cómodos, salir a pescar durante la mañana, almorzar en el río, pescar durante la tarde, volver al atardecer y disfrutar de una buena comida en un restaurante.

Luego de un larguísimo viaje en auto, que realizamos a fines de marzo, cruzamos la frontera por el paso Mamuil Malal y llegamos a este hermoso paisaje con sus araucarias y el río Malleo, bordeado por una corrida perfecta de árboles frondosos color verde limón y la tierra que cortaba en las majestuosas montañas, acompañándonos hasta nuestro destino.

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Nos levantamos para nuestro primer día de pesca. Martín ya se había ocupado de todo mi equipamiento, sin el cual habría sufrido la pérdida de mis dedos. ¡El agua del Malleo es muy fría por la mañana! Al comienzo me preguntaba cómo iba a ser pasar todo el día ahí y si iba a ser capaz de soportar el calor del sol, el hambre, el cansancio y un posible aburrimiento para una persona tan adrenalínica e inquieta como yo.

Motivada con mi mochila, mi wader y botas puestas, mi jockey y mi caña lista en mano, me metí al río. A los 5 segundos ya lo había hecho mal. Martín se acerca a mí para enseñarme la importancia del acercamiento al río. Con esto me di cuenta que no era tan fácil como pensaba. A lo largo del día recorrimos kilómetros río abajo y río arriba. Yo misma pude pescar mis primeras truchas, pequeñas pero luchadoras. Conocí la adrenalina de la que tanto hablan los pescadores cuando un pez toma tu mosca y logras engancharlo. ¡Se siente como un bingo! Es como un premio a tu destreza y paciencia, una emoción que no para en ningún minuto hasta que no la has soltado. Cada segundo vale, si tiras o sueltas, si levantas mucho o poco tu caña y si no gritaste lo suficiente: ¡no te me vas a escapar! O bueno, eso corre más para mujeres. Parece que somos más gritonas.

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Liberada

Mi primer pique fue bastante intenso. La trucha tiraba con fuerza y me sacaba toda la línea. Yo me encontraba parada en medio de una corriente y Martín, a lo lejos, me ayudaba con indicaciones. La trucha seguía tirando y yo pensaba: ¡no para de tirar! ¡qué hago! ¡Me voy a caer! Y Martín corriendo hacia mí, terminó sumergido tras resbalarse y yo sin darme cuenta le seguía gritando. No teníamos la red con nosotros y él, todo empapado, tuvo que partir corriendo a la camioneta. Mientras mantenía la trucha dentro del agua para facilitar su oxigenación, Martín vuelve con la red y había finalizado la pelea. Con cuidado me ayudó a soltar el anzuelo, sacamos algunas fotos y después la tome cuidadosamente con mis manos, sumergiéndola cerca de una pequeña corriente y cuando cautelosamente comenzó a mover su aleta, la liberé. Esta última es una sensación que no se explica con facilidad, es liberador también.

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De vuelta con la naturaleza

Al terminar nuestro día, cansados, pues nos movimos todo el día, volvimos a nuestro apart hotel. En el camino pensaba que el sol nunca llegó a molestarme, que hice muchas cosas que jamás pensé que haría, como cruzar un río a oscuras en la corriente y sobre piedras o de experimentar una adrenalina distinta y sorprenderme de hacerlo todo esto con paciencia. Aprendí que sin ella no hay calma, sin calma mi caña y movimientos se tensan, y ese tensar produce malos lanzamientos y no hay pesca. Martín al verme inquieta me decía: “Esto es terapéutico, te invita a descansar la mente y no pensar en nada más”.

Todos los siguientes días fueron tan o mejores que el anterior. Pude perfeccionar mis lanzamientos y con ello pescar más truchas, relajarme y de vivir toda esa adrenalina y experiencias junto a Martín. Lo que me llevé de vuelta a casa, fue esta sensación exquisita de estar en la naturaleza y ser por algunas horas, parte de ella. Vi cosas que solo el tiempo ahí te permite ver, tales como pájaros, caballos o incluso insectos, algunas veces molestos, que te acompañan todo el día. Sentí el ruido relajante del río que sonaba alrededor nuestro y disfruté de la mejor compañía. Este es, sin duda, un deporte que puede ser practicado por mujeres. Incluso dicen que tenemos mayor destreza que los hombres por ser más delicadas, rigurosas y aplicadas. Ahora pienso: ¡qué bueno habría sido para mí haber cultivado este deporte desde chica!