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Pacific Crest Trail: La íntima bitácora de una aventura en Norteamérica

Imagen de uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

Pacific Crest Trail es un exigente sendero de Estados Unidos que contempla 4.286 kilómetros desde México hasta Canadá. Un desnivel acumulado de 149.000 metros, equivalente a 17 veces la altura del Everest desde el nivel del mar. Este es un relato íntimo de Romina Mena, quien además de enfrentarse a la rigurosidad del camino, tuvo que batallar con su propia mente.

Texto y fotos: Romina Mena

“No es necesario ser un súper atleta o tener cualidades sobre humanas para cruzar un país caminando. Más bien, el único esencial es nuestra capacidad de reflexión, pues aquella será la única que garantizará la aceptación tanto de los cambios como de los desafíos comprendiendo las razones y recibiéndolas sin mayor resistencia. De tal manera es posible nutrir la motivación, ya que ella va variando y cuando hay motivación… todo, pero todo es posible”.

Desde el momento en que decidí llevar a cabo la ruta Pacific Crest Trail supe que comenzaría y tendría como objetivo uno de mis proyectos más ambiciosos, pues siempre estuve relacionada con deportes de aventura, pero jamás me habría propuesto llevar un estilo de vida como tal durante cinco meses y medio. Porque eso es. Pacific Crest Trail es claramente un estilo de vida en donde aprendes a vivir con lo mínimo, trabajas tu autosuficiencia y llevas al límite cada una de tus capacidades.

Posterior a dicha decisión estaba cruzando una profunda crisis motivacional y, a pesar de que había encontrado la respuesta a mi futuro laboral, tenía un vacío en mis objetivos deportivos, ya que había perdido el norte en una de las áreas esenciales de mi vida y decidir llevar a cabo el Pacific Crest Trail fue como regresar mi alma al cuerpo.

De este modo, saber que definitivamente me enfrentaba a una utópica aventura en donde tendría que salir constantemente de mis zonas de confort, tanto físicas como mentales, para así lograr avanzar y minimizar los factores intrínsecos que me pudiesen afectar durante el camino, era realmente un desafío. Pero, siendo sincera, mi motivación no se basaba netamente en ello, si no en la gran oportunidad de apartarme de todo por un momento, volver a las montañas y acercarme nuevamente a la tierra sin pretensiones de logro. A vivirlo independiente si lo lograba terminar o no, deseaba vivir y disfrutar del proceso día a día, y especialmente vivir en comunidad

La oportunidad de regresar a la base, moverme con lo mínimo, limitarme a mantenerme enfocada sólo en el presente y enfrentarme a la incertidumbre me generaba ilusión, me empujaba y me hacía sentir que finalmente había encontrado una aventura que cumpliera con los requerimientos esenciales para sentir el alma en calma.

Debido a la pandemia en curso, el contexto nacional y mundial se tornaba cada vez más crítico y abrumador, pues se estaban cerrando las ciudades y sus bordes para comenzar con cuarentenas que ayudaran a mitigar la propagación del virus. Aquello, también generó incertidumbre respecto al curso que tomaría la travesía.

Imagen de uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

¿Podría concretarla en medio de esta crisis mundial? ¿Podré realizar la estrategia de abastecimiento sin dificultad? ¿Podré llevarla a cabo sin contagiarme? Porque la amenaza y el riesgo aparecía en cada paso por los pueblos.

La noche anterior del comienzo de la travesía no dormí terminando de organizar todos los pendientes y en especial las cajas de abastecimiento para los auto envíos.

EL INICIO DEL PACIFIC CREST TRAIL

Era 19 de marzo del 2020 y a las 05:00 de la mañana fuimos a buscar a Jero, un chico holandés con el cual nos contactamos anteriormente mediante Facebook y comenzamos el viaje rumbo a Campo (borde de México y USA).

La adrenalina se acrecentaba a medida que nos acercábamos junto al nerviosismo e incertidumbre al estilo de vida que me vería enfrentada a partir de ahora.

Cuando arribamos a Campo, la emoción desbordaba por mis poros, especialmente por todo el equipo que trabajó en conjunto a mí para poder estar ahí, en el punto de partida de este magno proyecto. Sentía mucho agradecimiento por mi marido, Esteban, por apoyarme profundamente, por mi familia y amigos que, sin ellos, nada de este proceso habría sido posible. 

Sencillamente, no lo podía creer. 

Las primeras semanas fueron dolorosas, pues el cuerpo comenzaba lentamente a adaptarse, los músculos se sentían contracturados y sobre exigidos. Los pies extremadamente inflamados y salían a flote las primeras ampollas que me hacían recordar la extraña proeza que me había propuesto realizar. 

Sin embargo, y a pesar de sentir esa constante incomodidad durante todo el día, el contexto era formidable, nuevo y emocionante. Además de ello, debía mantener la atención y foco en otros aspectos de la travesía, ya que recientemente estaba incorporando una rutina en donde era necesario sistematizar cada hábito y movimiento para lograr ser más eficiente día a día, y así acortar los tiempos en gestión de equipo como el armado y desarmado de la carpa, la organización de los implementos en la mochila de acuerdo con la prioridad de uso durante el día, etc.

El ritmo de avance era intenso, pues mi cordada de aquel momento Tim y Jero, tenían la clara ambición de recorrer grandes millas a diario con la cual yo me sentía completamente desencajada y no hacía sentido con mi búsqueda, pues sabía que no deseaba llevar ese ritmo y por algún motivo había elegido caminar, no correr… ¿Por qué? Aún no tenía plena conciencia de la razón, pero definitivamente me alejaba de mi estado de Flow.

A la altura de Big Bear nos encontrábamos alrededor de 400K de recorrido y desde ya lograba sentir la utópica sensación en que en sólo una mochila podía trasladar todos mis bienes esenciales para vivir, cargándolos en mi espalda y movilizándome desde un punto geográfico a otro como nómada. Sin arraigos, donde cada día podía disfrutar de un nuevo y distinto atardecer y amanecer.

Dicha sensación me generaba un bienestar que jamás había sentido, la simplicidad de comenzar cada día con una acotada rutina y lo suficientemente compleja como para suplir sólo las necesidades básicas, guardando la carpa y saco de dormir, luego desayunar utilizando sólo una pequeña olla, un par de cubiertos y un vaso. Simple a más no poder.

Lentamente comencé a vivir de modo consciente, y por ende a descubrir los pequeños detalles de este nuevo estilo de vida que estaba experimentando los cuales, me brindaron nuevas perspectivas y temas para reflexionar. 

Finalmente, ya estábamos a un día de arribar en Kennedy Meadows, la finalización del desierto y el portal a la Sierra Nevada. 

Sentí una pequeña victoria.

Para ese momento había cruzado por una de las primaveras más tormentosas con fríos días de lluvia y largas marchas sobre nieve para luego experimentar las altas temperaturas del desierto, por lo que tenía una sensación de gratitud descomunal, pues había superado límites y finalmente la primera gran sección estaba completada. 

Imagen de uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

Además, para ese entonces tenía un sentido de pertenencia y había logrado aprender a presenciar, contemplar y disfrutar mantener mi mente en calma centrada en el momento. 

Me sentía plena. 

No me faltaba ni me sobraba nada. Estaba ahí. En el momento perfecto con una tranquilidad en el alma que nunca había experimentado, pues vivía el progreso a diario y apreciaba cada día independiente de su dificultad. 

La gestión del equipo fluía, y respecto a la dieta alimenticia entre aciertos y errores había logrado identificar qué tipos de alimentos debía considerar para un abastecimiento efectivo, cuales desechar y cuanta cantidad a diario con el objetivo de disminuir el peso para enfrentar con mayor comodidad el siguiente capítulo: la Sierra Nevada.

CAMBIO EN LA CORDADA

La primera sección del Pacific Crest Trail me lo tomé con calma pues, luego de decidir dejar mi cordada junto a Tim y Jero y empezar a caminar con Tom, comencé a explorar en un área de mi vida a la cual siempre me había limitado.

Con la constante ansiedad de avanzar profesionalmente tanto en lo deportivo como en la búsqueda de mi sentido en el área laboral, no me permitía momentos de quietud y de espacios mentales para vivir en el presente, ya que por muchos años me mantuve enfocada en el objetivo y los resultados, sin interés por el proceso y de vivenciar teniendo como prioridad disfrutar. Para mí, el fin justificaba los medios y debía darlo todo… ¡todos los días! 

En esta etapa experimenté paz. Paz de verdad y desde el alma.

Esa plenitud me generó cuestionamientos respecto a mi estilo de vida y objetivos con los cuales me sentía muy convencida y feliz previo al viaje.

Imagen de uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

Me comencé a sentir realmente cómoda con la atmósfera simple y nómada que estaba experimentando… Me preguntaba: ¿Qué pasaría si pudiese vivir de este modo? ¿Realmente quiero vivir y hacerme cargo de mis planes? ¿Puedo cambiar? ¿Puedo o quiero decidir realizar un cambio? Y si fuese así… ¿Qué me gustaría hacer? 

Vivir sin ambiciones. ¡Sentí que había perdido mis ambiciones! Pudiendo vivir perfectamente con lo mínimo. Sin importar el dinero y sin comodidades, e incluso sentí que podía ser feliz sin logros deportivos, perteneciendo a una comunidad la cual, a pesar de conocerlos con muy poco tiempo de anticipación, me brindaban una energía especial.

Sentí que podía ser feliz solamente viviendo el día, disfrutando los detalles de cada momento, sin hacer “grandes” cosas o proyectos… y estaba bien. Estaba bien si era feliz con poco. Había descubierto un estilo de vida al cual le calzaba mi alma. Tuve miedo.

Estar presente fue el mejor y gran aprendizaje durante la primera etapa del Pacific Crest Trail, junto al espacio para reflexiones y cuestionamientos. Momento para pensar.

Sin embargo, el carrusel de la vida me jugó una encrucijada la cual no esperaba. Al comienzo de la Sierra Nevada al bajar por el paso más alto en el corazón de la cordillera, Tom, mi cordada con quién había caminado durante dos meses y medio, sufrió un accidente. Dio un paso con microspikes sobre una roca mojada y cayó lesionándose la muñeca.

Cuando me contó lo que le había pasado, me sentía muy culpable y triste de no haberlo acompañado o por lo menos asistirlo de inmediato. Pensaba en la sensación de angustia que debe haber sentido al caer, estando solo y con ansiedad, me generó aún más tristeza, pues me sentí extremadamente egoísta por descender a mi ritmo ya que en definitiva… tomé distancia en un contexto que para mí era sencillo, sin embargo, para él no.  

Romina Mena en uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

Tom en ningún momento me culpó por haberme adelantado o se sintió abandonado, al contrario, él entendía que todo pasaba exactamente como debía pasar y para él esa caída fue una señal que le llevó a concluir que era momento de abandonar el sendero, y regresar a casa, ya que se sentía muy cansado con dolores físicos que ya no quería resistir y, específicamente, estaba mentalmente exhausto.

Ambos estábamos muy tristes de la situación, pero sabía que indudablemente era lo mejor. Tom había encontrado sus respuestas. Y con eso su razón para permanecer en el sendero había concluido.

No quería pensar cómo sería regresar al sendero sin él, pues luego de dos meses y medio ya lo consideraba mi familia, y estaba extremadamente contenta de poder compartir toda esta experiencia con alguien tan genuino y especial que realmente lamentaba tener que enfrentar mucho más de la mitad de la travesía sin mi cordada, pues siempre fue una gran compañía ya que con sus características “especiales” no paraba de hablar. Le encantaba contar sus historias y la trama de los libros que le gustaba escribir, muchas veces no le entendía de qué se trataban, pero para él con tal de que le brindara mi atención, bastaba.

Hablaba, y hablaba, y hablaba… Me daba la sensación de que cada día caminaba junto a Forest Gump, por lo que la ausencia de su alma no pasaría desapercibida. 

OTRO CAMBIO

Ok. Las cosas iban a cambiar y lógicamente me resistía a ese nuevo rumbo, y al igual que él comencé con ansiedad. 

Mi visa expiraba el 4 de septiembre. No había oportunidad de quitarle por más tiempo «el poto a la jeringa» así que debía continuar avanzando lo antes posible, sin más tiempos para lamentos.

Llegó el momento de volver… Y sin mi cordada, ahora era un hecho.

Al ingresar al sendero estaba enfrentando una de mis mayores fobias de mi vida. Por muchos años sufrí de ansiedad y los síntomas me aterrorizaban, ya que tenía la sensación de tener un vacío en el alma, angustia, sensación de soledad y la sumatoria de todo aquello me llevaba a pensar que nada tenía sentido. 

Paradójicamente la vida me instaló en el momento y lugar preciso para tener que continuar a través de la zona más desolada sin conectividad. Así que, si estaba dispuesta a enfrentarlo… ¡lo iba a hacer con bombos y platillos! 

Ingresé a la guerra tomando distancia de las pequeñas aglomeraciones de personas para tener menos posibilidad de encontrarme con mi “Family Trail” o amigos del sendero para así trabajar y aprender a estar conmigo, abruptamente y con autoridad, con el objetivo de enseñarle a mi cerebro que disfrutaría de ese espacio y que, en consecuencia, me liberaría de aquella limitante. Invaluable.

Llegué a la base del sendero de Kearsarge Pass otra vez, el paso al ingreso a la Sierra, y mientras ascendía atónita aceptando la realidad e inmersa en lágrimas llamé a mi familia para sentir energías fraternas, y continué. 

Seguí avanzando, intentando llevar un autodiálogo positivo convenciéndome de que lograría superar esas desagradables sensaciones, y al llegar al tope del paso me detuve ya que era el momento cúlmine para tomar la decisión final. 

Era como estar al borde de dos posibilidades o mundos paralelos completamente diferentes, pues al mirar hacia el este estaba Bishop, la ciudad con una fraterna comunidad, básicamente la zona de confort, y si miraba hacia el oeste estaba el ingreso a la Sierra, las montañas, el desafío que me plantaba frente a mis miedos y límites mentales. 

Debía decidir, expansión o confort. 

Dejé mi cerebro en neutro y comencé la marcha hacia el vacío de las montañas.

El entorno era realmente maravilloso y lamentaba estar en aquel estado mental, ya que no había forma de apreciar la belleza a mi alrededor. 

Luego de un largo día finalmente logré arribar a la zona de campamento. Estaba mentalmente exhausta.

Imagen de una mujer en una carpa en uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

Continué durante la noche con la sensación de desolación y angustia, recé por un momento utilizándolo como mantra para lograr aquietar mi mente y liberarme de los pensamientos negativos que se acrecentaban y me agobiaban cada vez más. Finalmente me dormí. 

Si bien me encontré con personas en ruta que me ayudaron a sentir acompañada, la ansiedad permanecía y no sabía muy bien por qué, ya que no era por estar sola… por lo que sin duda había razones que no podía descifrar en el momento, pero con el tiempo necesario saldrían a la luz. 

Al segundo día sin Tom continuaba sintiendo una lucha mental extremadamente grande. Parte de mí quería solamente salir de ese lugar. Sentía que nada tenía sentido y no sabía cuáles eran las razones de continuar caminando si solamente se trataba de caminar sin la posibilidad de disfrutar del sendero con la calma, quietud y espacio para presenciar que había experimentado durante la etapa del desierto.

Por otro lado, sabía que debía continuar ya que avanzar iba a ser la única forma de enfrentar y superar la situación por la cual estaba pasando, pues no podía echar por la borda, todo el esfuerzo transcurrido hasta ese momento y tampoco debía negarme a disfrutar de las circunstancias que se avecinaban en conjunto a las oportunidades de crecimiento sólo por ansiedad. Porque tenía muy claro que era eso, ansiedad.

Aquel día, mientras caminaba decidí que lo mejor sería salir por unos días del sendero del Pacific Crest Trail y regresar a la ciudad de San Diego para darme un espacio de tiempo para enfriar mis emociones, nivelar mi estrés y bajar mi ansiedad. ¡Me parecía una excelente idea!

Pero para concretar esa idea debía salir por un paso en dirección a Bishop nuevamente y eso lamentablemente significaba caminar más de 32 kilómetros en solitario a través de una ruta sin mantención, ascender hasta los 4.000 msnm e intentar arribar al pueblo. 

Bajo tal contexto y al sentir que básicamente no podía arrancar de mis propias sensaciones… tuve mi última crisis de angustia y ansiedad. Necesitaba un abrazo, así que abracé un árbol y me liberé en lágrimas.

En ese momento había un vacío tan grande que no tenía manera de suplirlo y mi mente… no tenía lugar para ella. No podía meditar, no quería escuchar música y caminar era peor ya que no paraba de pensar. Fue duro.

Para mí, no cabe duda de que lo más difícil del Pacific Crest Trail fue enfrentar ese cambio, pues sabía que podía resistir todo tipo de dolor físico y cansancio. Pero la ansiedad, me superaba. Pensé que no lo lograría y creí que sería la razón por la cual no podría continuar en ruta.

El primer día tenía muchas intenciones de regresar y esperar por una cordada, pero finalmente decidí continuar.

El segundo día también tenía muchas intenciones de regresar mediante algún paso hacia Bishop, pero nuevamente decidí continuar.

Finalmente, si se trataba de caminar 32 kilómetros era mejor que fuese hacia adelante y continuar intentando por otro día más, por lo que al cuarto día me sentía nuevamente en calma, mi cerebro comenzaba a adaptarse al nuevo contexto social y de a poco empezaba a valorar mi espacio e independencia.

La verdad es que extrañaba mucho la energía de Tom, sin embargo, al evaluar el aspecto positivo… ¡me sentía completamente libre! Pues Tom era una excelente cordada y gran compañía, pero debido a sus condiciones a veces sentía una pequeña responsabilidad y preocupación. 

Al pasar los días, conocí a una acogedora cordada de chicas que estaban realizando la ruta John Muir Trail, compartí el día junto a ellas y consideré en continuar en solitario por un par de kilómetros más, sin embargo, ya estaba comprendiendo que más que kilómetros… Disfrutar en compañía era notablemente más enriquecedor que solamente sumar distancias vacías con el único propósito de avanzar.

Romina Mena escalando uno de los puntos de la ruta.

Aquel día, finalmente comencé a racionalizar mi estado de ansiedad y empecé a idear una estrategia para gestionar la situación y hacerlo de modo consciente.

Reflexioné: “Ok, la ansiedad es estrés. Generalmente sé que me siento estresada frente a los cambios bruscos y especialmente porque tengo incertidumbre. Tal situación demora un par de días a que mi cerebro comprenda el nuevo contexto, y una vez que lo realice… mi nivel de estrés disminuirá y junto a ello todos los síntomas de ansiedad. Luego, todo estará bien”.

Entonces a la mañana siguiente y en mi quinto día decidí realizar mi rutina de desarme de campamento y desayuno en el ritmo al cual estaba acostumbrada priorizando mi comodidad. Ordené mi equipo con calma, disfruté mi café e incluso medité por un momento.

La verdad, era permitir que la cordada comenzara a caminar para así tener la oportunidad de ambientarme lentamente al cambio e ir bajando paulatinamente los niveles de estrés, porque sabía que al lograrlo todas esas sensaciones desaparecerían y lograría continuar disfrutando de la travesía. 

Las chicas comenzaron a caminar a las 6:30 AM mientras yo estuve hasta las 08:00 en el campamento y comencé a caminar en solitario durante todo el día. Sabía que probablemente las encontraría al finalizar el día, y eso me daba tranquilidad. Para comenzar, ese pequeño paso era un gran progreso.

Me sentí bien y motivada durante todo el día, sentía que mis fuerzas regresaban y mi motivación era trabajar día tras día esa falta de autonomía emocional, me sentía cada vez más feliz y especialmente libre. Fue un día liberador. 

Al sexto día apliqué la misma estrategia y ¡comencé a disfrutar del terreno como si hubiese estado encerrada toda mi vida!

En un mágico entorno de montaña con nieve, roca y lagos cristalinos estaba realmente en mi salsa, estaba feliz y orgullosa de ser capaz de “tomar las riendas” de la situación sin darle tregua a mi mente, pues necesitaba ir por sobre de ella y no aceptar que me manipulara. Por lo tanto, por cada sensación debía leer entre líneas e identificar si el requerimiento que surgía era realmente yo… o mi mente.

Ese día me reencontré con la cordada de chicas al atardecer, pero esta vez me sentía preparada para continuar, y a pesar de que lamentaba despedirme de ellas era momento de continuar hacia adelante. 

Al séptimo día fue como si hubiese resucitado. ¡Jaja!

Un día agradable entre las montañas donde me encontré con algunos hikers en ruta e incluso acordé compartir campamento con ellos al atardecer, sin embargo, decidí detenerme por un momento al borde de un lago para comer y luego continuar… Tenía calma y plenitud en el alma.

En aquel momento, con la estrategia que había decidido utilizar había logrado disminuir casi al máximo mis niveles de estrés, pues la paz que estaba experimentando me entregaba una sensación en donde me sentía completa otra vez. Sólo era yo y la energía de millones de almas que me brindaba la naturaleza, pues sí, saber que contaba con la compañía de ellas me ayudaba a sentir que estaba rodeada de energía pura y de alta vibra. 

Así que sin dudar decidí acampar en ese mismo lugar, el cual no era un camping establecido, pero tenía una energía vital que me confortaba y me ayudaba a sentir plena.

Cené y esperé las estrellas, porque como de costumbre… amaba observarlas hasta quedarme dormida. Oscureció, aún no salía la luna y perdí mi mente en el universo. Fue una sensación extraña, pues sabía que estaba meditando con mi mente completamente en calma. “Apagué el cerebro” y fue tan intenso que sentí que había hecho un pacto con Dios. Así de «cuático», jaja.

Romina Mena disfrutando un atardecer.

Observé las estrellas en silencio. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero cuando ya se me estaban cayendo las persianas, me acosté y dormí. Dormí con una tranquilidad única. A la mañana siguiente desperté justo antes del amanecer feliz y sin ansiedad. ¡Misión cumplida!

La prueba máxima de llegar a un campamento y estar sola sin tener con quien compartir había sido superada. Esa mañana vivencié y disfruté la satisfacción de haber logrado una meta, esa que netamente se trataba de un desafío mental. 

Finalmente, sabía cómo gestionar mi mayor miedo para liberarme de él y, en consecuencia, ser un «pichintún» más libre. 

Ahora ese miedo comenzaba de a poco a ser una gran fortaleza, la cual desde ahora me permitiría abrir aún más puertas en vez de cerrarlas. Entonces, si ya había logrado superar un gran límite que por un momento parecía insuperable… ¿Qué otros límites sería capaz de superar? 

Arribé a “Vermillion Valley Resort” uno de los lugares más acogedores ubicados en medio de la sierra, y para ese entonces había logrado reflexionar e identificar la base y razón por la cual experimenté un vacío inexplicable en el alma, que además de ser síntoma de la ansiedad, sabía que había algo más.

Cuando Tom se fue sentí que se había marchado con mis raíces pues al formar cordada y considerarlo como mi familia en el sendero desarrollé apego y sentimiento de pertenencia hacia la cordada. Era mi hogar, por lo que la sensación fue al igual que “perder a mi familia”.

De este modo identifiqué que debía construir las raíces en mí, trabajar el desapego e independencia emocional. Ser emocionalmente libre era mi siguiente tarea.

Comencé a avanzar desligándome de las planificaciones rígidas de por medio permitiéndome plena libertad en la toma de decisiones, trabajando constantemente el desapego y recibiendo cada una de las circunstancias. Especialmente las enseñanzas que éstas me brindaban a través de los maestros que conocía en ruta.

Comprendí que la aventura no se trata netamente de realizar actividades en naturaleza o de riesgo, si no de contar con la disposición mental para fluir y tomar rumbo de acuerdo con las inesperadas oportunidades que la vida me presentaba. 

Tener la oportunidad de experimentar la tan codiciada “libertad emocional” fue una de las sensaciones más gratificantes a través de la que logré mis mayores episodios de expansión. No fue fácil. Pero sin ello no habría sido capaz de sostener los desafíos y requerimientos que se avecinaban para poder continuar en ruta, ya que movilizarme con mis propias raíces era vital. 

Al finalizar la etapa de la Sierra Nevada por medio de desafiantes pasos de media montaña se aproximaba el Norte de California (NorCal) la cual trae de regreso las altas temperaturas e infinitos días sumergidos entre bosques junto a atractivos, floreados y coloridos paisajes.

El Norte de California me recordó el poder implacable del tiempo presentándome sobre la mesa los límites cronológicos a los cuales me debía acoplar para lograr llegar al borde con Canadá antes de la fecha de expiración de la visa. Tenía por delante 2.492km que cubrir en tan sólo 45 días, por lo que si deseaba tener un par de días de descanso entre medio debía mantener una media de avance de 60km diario, y para ello debía literalmente correr con sólo un par de pausas de 10’ al día respetando los tiempos de abastecimiento de agua, pero con casi nula posibilidad de espacio para sociabilizar junto a otros hikers en ruta. El costo era alto, sin embargo, estaba dispuesta a pagarlo. ¿Por qué?Porque estaba mentalizada en completar el 100% de la ruta independiente de las circunstancias. 

Hikers en la ruta.

Someterme a tal nivel de exigencia me motivaba para enfrentar un desafío tanto físico como mental que me mantuviese fuera de zona en cada momento, y lograrlo sería un triunfo. Sostuve dicha motivación por un par de semanas en la cual comencé a aumentar mis niveles de estrés drásticamente, pues había una nueva lucha interna con la que no me había enfrentado, pero que al identificarla comprendí que tal situación era uno de los grandes límites con el que había moldeado toda mi vida.

En una insaciable búsqueda de la perfección a través del deporte, me sostuve viviendo bajo rígidas planificaciones en donde las relaciones humanas jamás fueron prioridad. Por eso voluntariamente terminé inmersa en una aislada burbuja carente de lazos emocionales, la que paulatinamente me llevó al agotamiento e hizo de mis ambiciones deportivas un trabajo insostenible. 

Y en la atmósfera del Pacific Crest Trail esta situación no pasaría desapercibida.

OTRA DIFICULTAD

Cada vez que intentaba comenzar con la planificación para garantizar cubrir el 100% del recorrido me frenaba inconscientemente al decidir compartir durante un momento más con la comunidad de hikers que tenía alrededor. Había aprendido a valorar el contar con el espacio de tiempo para compartir una conversación o intercambio de experiencias junto a otras personas que se encontraban en la misma situación que yo. Era el instante para nutrir mis reflexiones a partir de la perspectiva de otros. 

Entonces, ¿Qué me complicaba tanto?

Y estaba claro. ¡Era el ego! El santo ego que no me permitía disfrutar en armonía exactamente como deseaba, porque había una opción muy clara que al optar por ella todas esas tormentas desaparecerían. Podía sencillamente saltar alrededor de 200 millas y todo, pero todo, se solucionaría. Mi lucha entre mi alma y mi ego decantaría. 

Me costó, por dios que me costó, asumirlo y considerar soltar el ego. Soltar esas 200 millas porque no podía concebir la idea de que me hubiese propuesto caminar toda la ruta y dejarme vencer por no estar dispuesta a pagar el precio que requería. Sin embargo, con todos los aprendizajes que había obtenido hasta ese momento.

¿De verdad iba a continuar con un pensamiento tan básico solamente para que nadie me refregara esas 200 millas? ¿Iba a estar dispuesta a dejar de disfrutar momentos únicos tan sólo por cubrir una distancia vacía y decir que camine el 100% de la ruta? ¿Vale la pena? Aquellas interrogantes me ayudaron a sacar a la luz la verdadera razón por la cual mi alma no podía estar en calma, y el día en que mandé «a la chuña» las millas fue uno de los mejores días del Pacific Crest Trail.

Entendí que aquel era el crecimiento y aprendizaje que debía internalizar, pues fue el modo en que el sendero del Pacific Crest Trail me obligó a escarbar en mis sensaciones para así lograr identificar la gran influencia que generaba el ego sobre mis decisiones y, por ende, mi felicidad. 

Sentí como el Flow me llevaba por el camino correcto luego de tomar la decisión de saltar la última parte del norte de California, pues a esa altura y luego de más de cuatro meses en ruta mi perspectiva tanto del viaje como de los objetivos había cambiado completamente, y no podía permitirme manipular por la obsesión de un resultado pasando a llevar lo más importante: mi satisfacción y felicidad a diario.

PARTE FINAL DEL PACIFIC CREST TRAIL

Al comenzar el estado de Oregon me encontraba ligeramente por sobre la mitad de la travesía e indudablemente hasta aquel momento cada experiencia, reflexión y decisión me había generado pequeños cambios que al llevarlos a la conciencia me fueron liberando de mis antiguos paradigmas, aquellos que realmente no se alineaban con mi esencia, logrando fijar mis intereses exentos de influencias ya sean personales o sociales. Un antes y un después.

Sin la mochila del ego sobre mi espalda me sentía nuevamente más liberada que nunca, en paz y con la fortaleza necesaria para recibir, enfrentar y continuar creciendo en las nuevas circunstancias que me brindaría el sendero.

Mi motivación se acrecentaba al comprender que la verdadera razón por la cual continuaba caminando se debía netamente a la búsqueda de la libertad mediante el crecimiento personal y autosuperación, por lo tanto, a través de dicha herramienta, el nuevo camino a recorrer cobraba cada vez más sentido apreciando anticipadamente cada instante en donde nuevamente me vería fuera de zona o bien, necesitaría detenerme para decantar y pensar.

Romina Mena en uno de los puntos del Pacific Crest Trail.

El ritmo del último mes cruzando los estados de Oregon y Washington fue extremadamente intenso. Teniendo que abarcar entre 55km y 60km diarios sin mayor tiempo para descansos. Enfrentando duras y largas caminatas nocturnas en solitario y gélidas noches sin dormir a causa del frío junto a constantes episodios de dolor que calaron hasta lo más profundo cultivando mi paciencia y voluntad. El contexto y específicamente el timing al cual estaba adherida era crudo, más bien satánico, pero mi cuerpo, mente y alma estaban en plena sincronía para lo cual a pesar de llegar a estar en paupérrimas condiciones mi energía se mantenía en alto con la confianza de que aquel era el camino y cada desafío era estrictamente necesario para fomentar mi sabiduría y temple.

Aprendí a recibir las almas que me acompañaron en ruta, quienes no llegaron por casualidad. Considerándolos como mis maestros y a despedirlos en el momento oportuno, no cuando yo quisiera si no cuando la vida me lo proponía. Sin apegos, pero con muchísimo agradecimiento por sus energías y enseñanzas brindadas.  

A medida que me aproximaba a los últimos días en ruta de una aventura sin precedentes, en donde mi nivel de expansión justificaba cada esfuerzo, intentaba procesar lo vivido y aprendido, pero me era imposible, pues al mirar atrás parecía ser tan utópico como una película e incluso constantemente me cuestionaba si realmente lo había vivido. 

Me sentía dichosa, afortunada y profundamente agradecida por poder tener la oportunidad de desvincularme del mundo por un momento para acercarme a Dios mediante su verdadera iglesia, la naturaleza y contar con el espacio para reflexionar y comprender la sinergia de la vida. 

Porque es ahí, cuando tienes la oportunidad de estar solo y vulnerable inmerso en el silencio y magnitud de la naturaleza donde realmente comprendes tu valor y la grandeza de estar vivo.