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Nosotros Los Chilenos – Historias de la Costa de Atacama

Este es el segundo relato de un proyecto que recorre Chile en una kombi, de Norte a Sur, recolectando historias de emprendedores dedicados a lo que les apasiona. En esta ocasión, el destino son los paisajes del litoral de la III región, donde las actividades outdoors se mezclan con la fresca nubosidad costera.

 Texto y Fotos: Dani Paz Ibaceta y Juan Pablo Mejías. Nosotrosloschilenos.org

 

Me despierto con el sonido de las olas rompiendo suavemente en las rocas. El día está nublado, tranquilo y casi pausado. Estamos estacionados en la playa La Ramada, al norte de Caldera, y a esta hora de la mañana, la playa es nuestra. Todos siguen en sus carpas, o en sus casas de veraneo prefabricadas a orillas de la playa Pulpo. Pongo los pies en la arena y miro a mi alrededor. Cómo han cambiado las cosas. Hace 8 años que no volvía a pisar esa arena, y las olas a las que tanto les tenía respeto no parecen asustar a nadie.
Durante nuestra semana recorriendo las costas de la región de Antofagasta y de Atacama, vimos el sol solo unas horas al atardecer en Taltal. Seguimos rumbo al sur y decidimos pasar una noche en Bahía Inglesa, esa playa de agua turquesa y arenas blancas que te transporta a un país mucho más cerca del trópico. Nos estacionamos en una de las playas menos transitadas, entre otras carpas y buses/casas. Nos disponemos a buscar una nueva historia para nuestro proyecto, Nosotros los Chilenos. Así conocemos al Coto, quien nos invita a pasar unos días en Kitel, el club que construyó junto a su esposa en Playa Las Machas para que ambos pudieran dedicarse a lo que les apasiona. Ella al karate, él al kitesurf. Ambos hacen clases de sus pasiones.

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Caminos de libertad

El Coto tiene esa esencia que estamos buscando. Es de esos que a pesar de todos los obstáculos que aparecen sigue adelante con su pasión, porque no existe otra forma de hacer las cosas. Los días nublados lo tienen de muerte, el viento no quiere aparecer. A pesar del “mal tiempo” una tarde logra elevar el kite, lo vemos avanzar mar adentro, aprovechando los tirones de viento para saltar y girar por los aires, para luego caer suavemente sobre el agua. Si hubiera más viento estaría volando, observando los cardúmenes de peces desde arriba. Lo seguimos por tierra hasta Bahía Inglesa: logró recorrer toda la playa con un viento casi inexistente. Y esa pequeña demostración logra transmitirnos el por qué ama tanto lo que hace. Es su camino a la libertad.
No es fácil lanzarse con un emprendimiento en Chile, a estas alturas del viaje, eso ya lo tenemos claro, pero las recompensas que estas aventuras entregan a sus protagonistas hacen que todo esfuerzo valga la pena. Para el Coto no hay nada mejor que levantarse y poder cruzar la playa volando sobre el mar.

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Chañaral de Aceituno
Luego de muchas conversaciones nos despedimos del Coto y su familia y seguimos viaje, primero a Copiapó. Acá sentimos por primera vez el verano. El calor es extenuante. La mezcla entre el sol invasivo del desierto, el encierro del valle y la ausencia de vientos, brisas o soplos hacen que el calor domine todo desde medio día hasta las siete de la tarde.
Entre esas horas lo único que uno es capaz de hacer es refugiarse en la sombra o bañarse eternamente en una piscina o en la tina. Pasamos algunos días trabajando, jugando con los primos nortinos y retomamos el viaje hacia el sur, con el objetivo de volver a los días nublados de la costa. El primer milagrito fue sentir la brisa de la kombi abriendo camino y así nos fuimos, con las ventanas abiertas hasta Domeyko. Nos desviamos a la costa por casi 80 km. atravesando un camino compactado, con sal entre cerros y dunas en las que se levantaban diferentes tipos de arbustos y cactus, cada vez más lejos del calor. Los cielos empezaron a nublarse y volvimos a sentir la brisa marina fría, amigable y tan extrañada, la brisa de la caleta de Chañaral de Aceituno.

Esta caleta es la puerta de entrada norte a la Reserva Nacional del Pingüino de Humboldt. Es menos conocida que Punta de Choros, que se encuentra cruzando el límite regional, unos 30 kilómetros al sur. Por esta misma razón, la caleta es mucho más tranquila, menos turística, y mucho más auténtica. En equilibrio, relajada, capaz de adaptarse entre la pesca y el turismo sin dejar que una se coma a la otra. Lo primero que nos llama la atención son las sillas, sillones y bancas instaladas en el frontis de las casas, mirando a la calle, muchas de ellas ocupadas por familias completas que nos saludan al pasar.

A la caleta llegamos para conocer la historia de César, instructor de buceo en ExploraSub, emprendimiento que creó con el objetivo de facilitar el buceo en la Isla Chañaral, donde se encuentra la mayor diversidad marina de Chile. César empezó a bucear cuando supo que iba a ser papá. En ese momento pensaba que cuando su hija creciera, mucha de la fauna marina no existiría y se puso como objetivo aprender a bucear y registrar en imágenes las maravillas con las que se encontraba, para luego mostrarle a su hija como había sido alguna vez el mar.

Luego de entrevistarlo, César nos invitó a bucear y nos sumamos sin dudarlo. Con la ayuda de Felipe y Esteban cargaron todo lo necesario; César asumió como capitán de la embarcación y nosotros recibíamos las instrucciones de buceo mientras cruzábamos la bahía en dirección a la Isla Chañaral.

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Unión de Camarones

Tiramos ancla cerca de la orilla, nos equipamos, el tanque de oxígeno, los pesos, la máscara, las aletas, y así ya listos, solo había que cerrar los ojos y dejarse caer de espaldas al mar. Bajamos lentamente para dejar que el cuerpo se acostumbre a la presión. Todo se sentía en cámara lenta. Tus movimientos, tu respiración, los ritmos bajo el agua, todo es más lento. Las algas se mueven suaves con las corrientes y al pasar la mano puedes dejar que te hagan cariñito.

Avanzamos, pataleando hacia adelante; los chicos nos guían a unas rocas, nos hacen señas para poner la mano sobre una de ellas y esperar. De repente de una de las grietas, aparece un camarón de mar que se sube a mi mano y empieza a clavar suavemente sus patas en busca de células muertas. Primero es uno, pero al verlo en confianza, varios más aparecen y se suman a la tarea. Yo lucho contra la corriente para mantenerme en la roca, para prolongar esa unión extraña de la que estoy siendo parte.

Alejo mi mano y me despido telepáticamente de estos nuevos amigos y seguimos. Aparecen peces entre las rocas, sobre la arena, entre las algas. Estrellas de mar y cosas que nunca antes había visto se aferraban a las rocas.

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Promesa en silencio
El tiempo se nos hizo nada. Felipe hace la señal para subir. Miro hacia arriba, la luz entra por todos lados. Veo el bote flotando sobre mi cabeza, los oídos se van destapando y así en dos pataleos más estoy fuera de ese universo y vuelvo al mundo conocido. Vuelvo a respirar normalmente, floto, ya no me hundo, y trato de mirar hacia el fondo tratando de identificar algo de lo que pude ver. Nada, de arriba no se ve nada. Es un mundo oculto que tuvimos la suerte de visitar gracias a César.
Se levanta el ancla y el bote vuelve a moverse. Vamos bordeando la isla. Arriba vemos pelícanos y pequeños pingüinos de Humboldt mirando sin mucha curiosidad. Seguimos avanzando. Aparece la lobera. Rocas en la orilla llenas, rebalsadas, de lobos marinos. Se puede diferenciar a los adultos de los jóvenes, de las crías. Al líder, del rebelde, al flojo, del inquieto. Algunos nadan cerca del bote, otros nos ignoran.
Volvemos rumbo a tierra firme. Cruzamos la bahía de vuelta, subiendo y bajando con las olas. Cada vez que subimos vemos a la distancia un par de botes avanzar, cada vez que bajamos quedamos rodeados de mar. El bote sube nuevamente y nos sorprende a la distancia un chorro de agua que desaparece de nuestra vista cuando volvemos a bajar. Ese pequeño instante fue suficiente para imaginarme a las ballenas nadando en el mismo mar que nosotros estamos cruzando.
A la distancia vemos la costa de la caleta. Vamos todos en silencio. Yo aprovecho ese tiempo para agradecer la experiencia y hacer la promesa interna de volver a ese mundo.

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