Caminar, observar, pescar… disfrutar la naturaleza virgen del sur de Chile. Estas pasiones son las que dieron origen a Campamento Base, un grupo de amigos que tiene como único objetivo la exploración de lugares desconocidos en el sur del país. En esta oportunidad, el proyecto era conocer ese sector olvidado de la región de Aysén que se encuentra entre la Carretera Austral y la frontera con Argentina. Varios valles van llegando tímidamente desde el este hacia los pequeños pueblos del sur, cada uno con una historia diferente, vegetación diferente, ríos diferentes… paisajes que conmueven a cualquier visitante.
Texto: Tomás Gárate / Fotos: Martín Pfingsthorn y Tomás Gárate
Tras meses de planificación y estudio, finalmente nos embarcamos en la primera barcaza hacia Chaitén, ese valiente estandarte del siglo XXI que iba abriéndose paso entre una tierra de gigantes dormidos, cubiertos por mantos verdes de nativa nobleza; un desfile de nubes nos indicaban el cada vez más solitario destino.
Alcanzamos el primer objetivo a la altura de Puyuhuapi, donde nos adentramos en un serpenteante y angosto valle que prometía llevarnos a un antiguo puesto cercano a Argentina: buscábamos las doradas farios del lago Marhelo, un secreto bien cuidado por arrieros y patagones. Unas cuantas historias y relatos armaban el sueño, pero la verdad es que las aguas del lago Marhelo eran solo un mito. Llegamos a un pequeño pueblito en la mitad de la pampa; ahí, la bondad de la gente nos permitió dar con el milagroso lugar.
El lago Marhelo estaba más cerca que nunca. Errantes marchas por un desastroso camino que atravesaba un cordón montañoso nos permitieron ver, a lo lejos, esa escurridiza mancha azul. Después de 7 horas lo logramos.
Un enigmático vari (Circus cinereus ), rapaz emparentado con el peuco, nos dio la bienvenida; nos invitaba a pasar a este virgen paraíso de pampas y bosques. Entramos acompañados de lengas milenarias, grandes farios, imponentes montañas y un valiente patagón: Juan Cortez, quien cual señor y anfitrión de estas tierras, nos hizo pasar a su feudo, un pequeño puesto de ganado. El viento y la lluvia azotaban incesantemente, dando paso a la noche. El áspero sabor del mate fue el encargado de dar la bienvenida; una improvisada cocina era el centro del ritual patagón, y el templo era un viejo galpón.
Secretos Bien Guardados
El calendario era ajustado y las arcoíris del lago San Martín estaban esperando nuestras moscas. Fue difícil llegar al lago Marhelo; pero el San Martín sí que era desconocido: no tiene registros ni siquiera en los mapas más especializados. Algunos foros de pesca con mosca lo nombraban y marcamos probables sectores en Google Earth. Se decía que el lago Ñirrehue estaba en los alrededores, solo unos 3 mosqueros habían probado suerte en tales aguas y no tenían muchas intenciones de revelar la ubicación. La expectación era total. Tras un paso fugaz por Mañihuales para reabastecernos, tomamos rumbo al este, a probar suerte.
Le dimos la bienvenida a la estepa, el descampado golpeó fuerte la mesa e impuso sus propios colores: del verde del bosque magallánico pasamos al rojo, amarillo y rosado de los pastizales fronterizos. Anduvimos un día entero buscando huellas y recorriendo posibles rastros, atravesamos los morados paisajes del Valle de la Luna, en donde el viento y la pampa imponen sus condiciones sin posibilidad de rebelión.
Entrada la tarde rodeamos un gran lago, e insólitamente tras un par de horas, llegamos al mismo punto en el que habíamos partido al principio del día.
Desorientados, cansados y sin muchas ideas, encontramos la casa de un lugareño. Conocía las aguas del lago San Martín y sabía cómo llegar: nos indicó un antiguo camino maderero usado por arrieros de tiempos ya pasados, que se encontraba actualmente cerrado por la cicatrización de la naturaleza.
Atrevidos Mordiscos
Ya entrada la noche nos adentramos con bastante desconfianza en ese extraño camino; pasamos horas removiendo troncos y esquivando rocas para que pasara nuestra fiel y vieja FourRunner; el avance era lento y no teníamos idea para donde estábamos yendo. Finalmente encontramos un pequeño letrero que decía “Lago San Martín: 2 km”, ¡pero en dirección opuesta a la que íbamos! El desconcierto era total, estábamos al interior de un bosque misterioso e infinito que no quería ceder ante nuestra inoportuna visita. Eran cerca de las 3 de la mañana, encontramos un claro y decidimos acampar. La noche fue dura y el viento furioso: arrancó parte de nuestra carpa y las estacas volaban en todas direcciones.
Despertamos al amanecer; el lago San Martín se mostraba imponente frente a nosotros y habíamos dormido frente a él sin darnos cuenta. La pesca no tenía comparación: miles de truchas esperaban atentas en la orilla y reaccionaban con atrevidas mordidas frente a cualquier movimiento en el agua. No había margen de error, un mal lanzamiento y perdías todo el sector. Un zorro culpeo hembra seguía atentamente nuestras incursiones de pesca, para proteger a sus crías; cernícalos, colegiales, chercanes y rayaditos nos acompañaban con su música. El último día alcanzamos la cima del cerro El Oro tras dos horas de ascenso… Un par de águilas moras celebraban nuestro triunfo y compartían con nosotros la vista hacia ese infinito de la pampa patagónica.
Vistas del Paraíso
Llegó la hora de migrar nuevamente; el lago Ñirrehue estaba cerca de nosotros y no podíamos perder la oportunidad de probar nuestras líneas en esas vírgenes aguas. Otra vez, la aproximación al lugar fue compleja: después de bastantes discusiones respecto a la posible ubicación, infaltables diálogos y conversaciones con locales, y luego de varias horas de caminata en un hermoso bosque de lenga y ñirre, pudimos llegar a las orillas de este pequeño secreto del sur. Truchas Arco Iris saltaban por todos lados en aguas cristalinas, en todas las sombras esperaban cautas y pacientes su alimento; ¡nuestras Fat Alberts y Chernobyl ants causaron estragos!
Ya en el último día subimos un cerro cercano, para tener mejor vista del paraíso… y ahí entendimos que la Patagonia nunca será totalmente descubierta. Desde la cima de esta humilde colina pudimos divisar a corta distancia 4 lagunas de aguas verdes que se asomaban entre la densidad del bosque magallánico. No nos quedaba más comida: estábamos obligados a volver a Coyhaique para reabastecernos y tuvimos que despedirnos. Cada lugar que conocíamos terminaba siendo más desconocido.
Buscando Huemules
Ya habiendo comprado la comida necesaria en Coyhaique, hicimos una parada en la Reserva Nacional Cerro Castillo, uno de los últimos hogares del huemul. El circuito era una caminata de 4 días que atravesaba gran parte de la reserva y terminaba en la Villa Cerro Castillo; justo en esos días dos aventureros extranjeros habían fallecido en la ruta, por lo que íbamos muy advertidos.
Cargamos las mochilas y equipos fotográficos e iniciamos el trayecto. Los imponentes cerros del valle, con esbeltas agujas empiezan a asomarse entre los hielos eternos, los cuales cuelgan milagrosamente. Los cóndores vigilaban celosamente el impresionante tesoro desde los aires. La porción occidental de la Patagonia que está a menor altura cuenta con más precipitaciones y suelos más ricos que los paisajes ya visitados cerca de la frontera, por lo que el bosque andino-patagónico se mostraba con más fuerza que nunca. Ríos y lagunas bajaban de todos lados otorgando vida y magia estos bosques encantados; sus habitantes, carpinteritos, pitíos, chucaos y hued-hueds reflejaban la vitalidad del camino.
El remate del circuito se daba llegando al Campamento Neozelandés, un espectacular valle rodeado de agresivas cumbres. Es el lugar donde hay más avistamientos de huemules en toda la Reserva, pero lamentablemente no pudimos ver uno: la naturaleza no quería premiarnos todavía. Frustrados por no poder ver huemules, quisimos hacer una última parada antes de llegar al destino final: Villa O’Higgins.
Cochrane era el lugar indicado para nuestra búsqueda: los proyectos de conservación de Tompkins y la Reserva Nacional Tamango logran conservar, en conjunto, una de las áreas más extensas para el desarrollo del huemul. Cerca de la mezcla de aguas y colores del río Nef y el Baker, nos desviamos hacia la Estancia Chacabuco. Pastizales, guanacos y lejanas mesetas nos acompañaban al adentrarnos en un cordón montañoso que iba siguiendo siete lagunas de altura, un verdadero paraíso para la ornitología: rayaditos, loicas, patos jergones grandes y chicos, patos rana de pico ancho, canquenes y caiquenes daban vida a este pequeño ecosistema; todo el desfile de plumas era vigilado atentamente por dos vizcachas patagónicas que habitaban grietas cercanas. ¡Y no había ni un solo rastro de huemules!
Furia Austral
Seguimos nuestra marcha hacia el sur. Faltaba el último objetivo para culminar 3 semanas de aventura: Villa O’Higgins y sus lagos salvajes. El final de la carretera austral prometía caminatas y pesca inigualable, además de ser uno de los paisajes menos intervenidos del sur de Chile, el verdadero reino del cóndor y el huemul. Después de múltiples pinchazos y cruce en barcaza logramos llegar a nuestro destino, teniendo como escolta a un gran cóndor macho, que con su vuelo nos siguió hacia el pueblo.
Conversaciones con un cabo de Carabineros nos derivaron a un tal lago Alegre, al cual se llegaba después de 3 o 4 días de caminata, a través de un espeso bosque de ñirre. El tiempo no mostraba señales de querer apaciguar su furia, por lo que su accesibilidad se volvía preocupantemente compleja. Tanteamos posibles llegadas, pero el panorama no era muy alentador ante tanta lluvia y mal tiempo. En los alrededores encontramos un pequeño río, a los pies de un acantilado. Partimos inmediatamente colina abajo armando nuestras cañas; estábamos impacientes por probar estas aguas australes.
Era difícil lanzar entre tanto junco y pantano. Al estar cerca del mar, las precipitaciones en Villa O’Higgins son muy altas, por lo que hay mallines en todos lados y las truchas no estaban muy hambrientas, así que después de medio día de pesca no muy activa en el lugar, nos alistábamos para empezar la triste vuelta, ya que teníamos que tomar en una hora la única barcaza del día que salía en dirección a Cochrane.
El que se apura en Patagonia
En uno de los últimos tiros del día, de manera inesperada, una fario gigante atacó una de nuestras Chernobyl ants; sin duda era la más grande que había aparecido en el viaje. Una intensa pelea fue necesaria para poder sacarle la mosca: pesaba más de cuatro kilos y medio y tenía una coloración increíble. ¡La naturaleza premia en los momentos menos esperados!
Tratando de asimilar lo que habíamos presenciado, armamos rápidamente nuestros equipos y cargamos el auto, estábamos atrasados para la barcaza. Finalmente habíamos logrado partir, cuando sin previo aviso, aparece un huemul macho frente a nosotros. No lo podíamos creer, a menos de cinco metros de nosotros se encontraba una de las especies con mayor peligro de conservación del país alimentándose serenamente; ¡era indiferente ante nuestra presencia!
Así se despedía esta tierra de nosotros, compartiendo todo su poder y su simpleza, pidiendo a gritos ser respetada y no ser olvidada. Obviamente perdimos la barcaza, y pasamos la noche en un pequeño refugio, obligados a calmar la mente y darnos tiempo para respirar el aire más limpio del mundo, para sentir el peso de la lluvia y los silbidos del viento.