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Ascenso al Volcán Yates en el Estuario de Reloncaví

Son las 8:21 de la tarde y está lloviendo, no ha parado desde que llegamos (2 PM) Lleva 6 horas lloviendo, hemos escuchado todas las canciones del mp3 y sigue lloviendo, hemos dormido, cocinado, comido, ido a buscar agua y sigue lloviendo, pero somos optimistas, aún hay esperanzas de subir el cerro, que no nos quiere mucho pero al que igual le haremos el intento. El Capitán (un amigo) estaría muy orgulloso de nosotros” (Diálogo del video grabado en el campamento El Mallín)

 Texto: José Ignacio Vial Fotos: Agustín De Negri y José Ignacio Vial

Y eso fue hasta las 2 de la mañana. La misma situación que quedó registrada en video se alargaría 5 horas y media: finalmente fueron 12 horas de lluvia ininterrumpida y el día siguiente tampoco amaneció mucho mejor. Había una densa niebla que no permitía ver más allá de 100 metros. Nuestros planes de partir a la cumbre, nuevamente, tendrían que esperar. Sólo después de 24 horas de haber llegado al sector llamado El Mallín, (un claro lleno de alerces jóvenes y coihues donde armamos campamento), las condiciones cambiarían.
A las 4 de la tarde, la espera comenzaba a tener sentido; las nubes se elevaron y empezaron a moverse, aparecieron los primeros rayos de sol y, por primera vez desde que habíamos llegado, se empezó a ver la punta del filo al que teníamos que llegar, para por fin poder dirigirnos a la cumbre del volcán Yates. Esa tarde aprovechamos de salir de nuestra carpa, ventilarla, secar la ropa y los zapatos que seguían empapados del día anterior. Mientras Agustín seguía en eso, fui a ver cómo era el final del sendero que nos quedaba caminar, antes de salir a la pala de nieve y piedras que nos llevaría al filo.

Al poco andar el panorama era mucho más alentador; quedaban pocas nubes, el estuario de Reloncaví se veía increíble, había un fuerte viento sur y todo indicaba que al día siguiente, finalmente, el Yates nos iba a permitir subirlo, un ascenso que había comenzado un año antes y que también por razones climáticas había fallado.

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La historia.

Casi doce meses antes habíamos hecho el mismo intento. Todo partió por un paseo al Parque Alerce Andino que hice con otro amigo. A la vuelta, comentando con Agustín de mi ida al sur, comenzó a surgir la idea de subir alguno de los volcanes de la región de Los Lagos. Algunos mails fueron y vinieron, gente se sumaba y bajaba hasta que finalmente, en julio, apostando a que tendríamos suerte, compramos los pasajes para finales de noviembre de ese año. Éramos cuatro: Agustín Denegri y su hermano Ignacio, Juan Barros y yo. Además estaba Ignacio Fuentes (auto apodado el Capitán) quien volaría a Puerto Montt con nosotros pero no participaría del ascenso por una lesión. Nuestro destino era el Yates.

El Volcán Yates no es tan conocido como sus vecinos. Se pierde entre la majestuosidad del Osorno, la posición del Calbuco, la grandeza del Tronador y la fineza del Puntiagudo. Su ubicación, cerca de la boca del Estuario de Reloncaví, permite verlo desde el estuario mismo o desde Golfo de Reloncaví. Es muy familiar para los habitantes de Ralún, Puelo, Hornopirén y Cochamó, pero no para los del resto de la región. Si bien su cumbre norte (la más alta) fue ascendida por primera vez en 1845, la gente del lugar nos comentaba que no es tan usual ver montañistas intentándolo, y por lo demás, la mayoría de ellos sube en los meses de diciembre y enero, cuando el clima es más estable. Este macizo parece, ante todo, el vigía del Estuario de Reloncaví, ya que su imponente cumbre se puede apreciar a todo lo largo de éste, siendo el pico más alto del sector, destacando en la cadena de montañas que rodea a esta entrada de mar.

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Con Agustín llevábamos una activa temporada hasta entonces; alcanzamos cumbres como el Alto la Posada, Loma Larga y Gastón. Por lo mismo, con la esperanza de poder cerrar el año con una cumbre sureña, preparamos todo para partir ese 23 y 24 de noviembre. Pero el clima quiso otra cosa.

Apretados en el calendario (teníamos solamente dos días para llegar al volcán, subirlo y volver al aeropuerto) no había espacio para demoras, y es sabido que eso en el sur es muy difícil. Con malos pronósticos lo intentamos igual, y aunque el primer día llegamos al lugar planeado haciendo la ruta por Llaquepe, en la noche se desató el mal tiempo.
La caída de lluvia y luego nieve, sumado a la poca y nula visibilidad, hizo que desistiéramos de la cumbre y nos devolviéramos por donde vinimos. La vuelta por el bosque, un tramo de 4 horas por selva muy tupida, donde los troncos y raíces parecen trampas y las quilas se encargan de dejar empapado al que pase por ese sendero en un día de lluvia, hizo del regreso algo lento, trabajoso y cansador. Mientras nos pegábamos con las ramas, resbalábamos en el barro y caíamos tratando de cruzar los troncos mojados, nos prometimos volver a intentar este volcán. Al año siguiente las cosas comenzarían de la misma manera, pero el final sería distinto.

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Son las 3 de la mañana, suena el despertador. La ansiedad y la espera llegan a su fin. Las interrogantes de si el buen tiempo aguantaría quedan atrás, delante hay una noche iluminada por estrellas, silenciosa, en la que no corre una gota de viento. Nos vestimos, armamos las mochilas, tomamos algo caliente y dejamos la carpa a las 4:20 en pos de la esperada cumbre.

Caminamos unos minutos y se acaba el bosque, subimos por el lecho de un riachuelo casi seco, dejamos atrás toda vegetación y luego también las rocas. Llegamos a la nieve dura y nos ponemos los crampones para comenzar a caminar. En la mitad de la ruta al filo comienza el amanecer. La sensación de paz es absoluta, y la vista que tenemos realmente un lujo. Hacia el norte, el sol alcanza débilmente el volcán Calbuco y Osorno pintándolos de naranjo, hacia el sur, lo mismo ocurre con el volcán Hornopirén y el Corcovado. Seguimos subiendo, la nieve esta dura y el día parece ser perfecto.

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Luego de dos horas llegamos al filo de la ladera que fue nuestro telón de fondo tantos días. En él nos encontramos con una imagen aún más impresionante. Los mismos volcanes que nos acompañaron en el amanecer se han teñido de amarillo, y a los que se suman ahora el Puntiagudo y el Tronador. Por primera vez contemplamos el estuario en toda su extensión, desde Ralún hasta Caleta La Arena, desde Puelo hasta Sotomó. Hacia el este nos espera el torreón final del Yates, completamente cubierto de nieve.
Sacamos algunas fotos, nos abrigamos y continuamos nuestro camino a la cumbre. ¡Ahora todo es blanco! Finalmente parece que lo vamos a lograr. Llegamos a la base del torreón, nos encordamos y dirigimos al sur del mismo, cruzamos la grieta y giramos al este, hacia la arista cumbrera, a la que llegamos cerca de las 9 de la mañana. Nos detenemos… por un minuto una angosta pared de nieve de unos 25 metros y más de 60° grados parece ser un obstáculo muy arriesgado. La contemplamos, conversamos, vemos cuál es la mejor forma de escalarla sin tener que asomarnos mucho a las sobresalientes cornisas que están a la derecha y a una expuesta caída de 100 metros que tenemos a la izquierda.

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 Un año para la cumbre

Acordamos armar una reunión y que yo intente abrir esta primera parte. En 1 hora estamos los dos arriba del torreón. Caminamos por una arista bastante aérea hasta que finalmente hacemos cumbre. Son las 11 y media de la mañana y estamos en la cima del vigía del estuario.

Los días de lluvia, el intento fallido, el cruce del bosque, la pared final… todo queda atrás. Arriba sólo hay alegría y gratitud por el regalo que tenemos frente a nuestros ojos, una vista única en un día magnífico. Le damos gracias a Dios por esta tremenda oportunidad y sacamos las fotos de rigor. Finalmente el círculo se ha cerrado, y el ascenso que había comenzado un año antes llega a su fin.

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La vuelta no es difícil, hablamos poco y caminamos mucho. Realizamos una larga jornada y ninguno de los dos es capaz de asimilar lo que hemos hecho debido al cansancio y a la urgencia de llegar a Puerto Varas para que Agustín tome el bus de vuelta a Santiago. Pero, en el fondo, la felicidad es inmensa. La sensación de haber hecho el trabajo completo y bien es indescriptible. Llegamos justo para que Agustín se cambie de ropa y tome el bus. Nos abrazamos y despedimos… el gran día llega a su fin.

Si bien no fue un ascenso de mucha dificultad en lo técnico ni en lo físico, para ambos fue una prueba de paciencia y perseverancia, así también como de determinación. Logramos superar todos los obstáculos que se nos pusieron por delante y la espera tuvo como recompensa una muy bonita cumbre. Porque al final, esa es una de las grandes gracias del montañismo. Es una competencia contra uno mismo, contra nuestros miedos, límites y debilidades. Cada victoria es una superación de ellos. En este caso, para la cordada Denegri-Vial, porque los obstáculos fueron muchos, la cumbre fue un premio aún más grande.

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